Hola a todos... vuelvo a mi periplo bloguero con algo muy fácil: un relato. Lo escribí hace un montón de años para un foro en el participaba y me ha apetecido compartirlo con vosotros (si es que todavía queda alguien que se pasa por aquí de vez en cuando). Ahí va....

TAL VEZ FUE EL DESTINO

Arturo no podía creerse lo que le estaba sucediendo. Eso sólo pasaba en las películas de ciencia ficción, no en la vida real. Pero estaba pasando, joder, claro que estaba pasando. Intentó aclarar sus ideas y averiguar por qué había retrocedido en el tiempo. Pensó en las películas que había visto sobre el tema, “Regreso al futuro”, “La máquina del tiempo”... y le vino a la mente que los personajes de esas películas sabían que iban a viajar en el tiempo, él no.

Él se había despertado y de repente estaba en el pasado. “Qué cosa más extraña”, no paraba de repetirse una y otra vez, aquello era extrañísimo. Se dio cuenta de que tanto pensar en el porqué de esa situación y no hacer nada para remediarla no le iba a llevar a ningún sitio. Se levantó decidido de la cama y se dijo a sí mismo que si esto estaba ocurriendo, tenía que ser por alguna razón. Giró el pomo de la puerta y la abrió dispuesto a enfrentarse a lo que le esperaba con toda la valentía que fuera capaz de reunir.

Arturo era muy observador, así que no tardó en darse cuenta de que estaba en un hotel o algo parecido y que su habitación era la número 28. “Vaya” – pensó – “como mi edad, así será más fácil recordar el número”. No tenía la llave, pero supuso que podría pedirla en recepción en el caso de que quisiera volver allí. Bajó las escaleras deprisa y salió a la calle por la puerta principal de lo que efectivamente era un hotel. Nada más pisar la cera se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, ni qué hora era y, lo más importante, en qué año se había despertado.

Mientras esos pensamientos se le pasaban por la cabeza vio que en el suelo, muy cerca de sus pies, había un papel tirado que parecía ser un periódico. Lo recogió y miró la fecha en la portada. Tras un rápido cálculo se dio cuenta de que había retrocedido en el tiempo exactamente 72 años. Delante suya se levantaba un edificio que tenía un reloj en la fachada y, de pronto, empezó a resultarle muy familiar. Tras un rápido vistazo al lugar empezó a sentirse más tranquilo, había fotografiado el ayuntamiento mil veces. “Genial” – pensó – “ahora ya sé en que año estoy, que son las cinco de la tarde y que estoy en mi ciudad”.

Arturo se echó un rápido vistazo a sí mismo y se dio cuenta de que sus ropas no desentonaban comparándolas con las de la gente lo que le produjo un gran alivio, ahora no estaba para aguantar miradas de curiosos ni contestar preguntas embarazosas. Llevaba bastante tiempo allí parado mirando la calle y el periódico así que decidió cruzar la avenida para adentrarse en lo que parecía un parque público. Allí podría caminar pasando desapercibido y planear su próximo movimiento.

Mientras caminaba, pensaba de nuevo en la razón que lo había traído al pasado. Pensaba que era feliz con su trabajo, era el fotógrafo de un pequeño periódico local, sus padres aún vivían y mantenía una buena relación con ellos. Vale, no había encontrado el amor aún, pero no perdía la esperanza. Creía firmemente en que el destino le llevaría a encontrarla y que, cuando la viera, sabría inmediatamente que ella era para él. Arturo era un idealista, algo raro en los tiempos que corren, pero ¡¡qué carajo¡¡¡ a él le gustaba sentirse algo diferente.

Absorto estaba en sus pensamientos cuando un sobre cayó de repente delante de sus pies. Levantó la vista pensando que se le acababa de caer a alguien y vio a una muchacha que caminaba en sentido contrario al suyo. Recogió el sobre y no pudo resistirse a mirar el remitente donde aparecía el nombre y la dirección de una mujer.

- ¡Oye perdona! – exclamó mientras se acercaba y ella giraba la cabeza – Creo que se te ha caído esto, ¿es tuyo?

- Pues... – cara de duda de ella – vaya, sí, es mío – respondió mientras se cruzaban sus miradas y el tiempo parecía detenido – muchas gracias... – su mano temblaba mientras agarraba el sobre y de repente... – ayyy, que torpe, lo siento – el helado de chocolate que sostenía con la otra mano se cayó encima de él.

- Nada, nada... – se limpió él, extendiendo más la mancha sobre su camisa – casi no se nota – risas suyas, seguidas por las de ella – soy Arturo.

- Carla – sus manos se estrecharon y el tiempo volvió a detenerse durante un segundo – encantada, aunque temo que tú no tanto... – nuevas risas – toma, límpiate con esto – él tomó el pañuelo que le ofrecía e hizo lo que pudo con la mancha. Ella sintió cómo el rubor se apoderaba de su rostro.

- Tranquila, son cosas que pasan – le respondió mientras subía la cabeza de nuevo y guardaba el pañuelo en el bolsillo - ¿ves?, como nuevo, lo siento por tu helado, tenía muy buena pinta – sonrisa franca de él.

- Sí, ¿verdad? – preguntó, mientras le devolvía la sonrisa – lo menos que puedo hacer es invitarte a uno después de la que he montado – su rostro reflejaba cierta incertidumbre mientras le miraba – no puedes decir que no.

- No lo haré – fue su respuesta mientras volvían a cruzarse sus miradas y el tiempo seguía con sus juegos... – te sigo.

Arturo casi olvidó lo que le había ocurrido esa misma mañana. Pasó el resto de la tarde con Carla, como si la conociera de toda la vida. Tomaron un helado en el parque, pasearon, rieron, bromearon... pero, más que otra cosa, hablaron. Ella le contó que su sueño era ser periodista para poder contarle al mundo todo lo que pasaba. Él le confesó que su fruta favorita eran los melocotones, aparte de por su dulce sabor, por el olor que desprendían cuando estaban maduros. Ella le dijo entre risas que odiaba el color rosa y él le susurró que lo que más le asustaba era la soledad. Y así pasó el tiempo volando, el mismo tiempo que había estado haciendo de las suyas todo el día.

Juntos doblaron la esquina que llevaba a la casa de Carla. Era ya de noche y Arturo comenzaba a despertarse del sueño que había vivido durante la tarde. Un pensamiento fugaz recorrió su cabeza: “¿habrá sido por esto lo del tiempo?”. Carla se había parado de repente y lo observaba. Él no sabía qué hacer. Ella se acercó a sus labios y ya no hubo más tiempo para pensar.

Aquel beso fue como una lluvia fresca que te sorprende en una tarde calurosa de verano. Te pilla tan desprevenido pero sienta tan bien, que lo único que se te ocurre es levantar la cara, abrir la boca y dejarla entrar; sentirla correr, húmeda y fresca, probarla, desearla, captar todos sus aromas, disfrutar con su sonido y, por fin, dejarte llevar...

- Sabes a melocotón... – le susurró al oído antes de marcharse hacia su casa. Él sólo pudo sonreír antes de empezar a echarla de menos.

Se quedó allí parado durante un rato antes de decidir volver al hotel. Le temblaban las piernas, y toda la valentía de la que había hecho gala durante la tarde le estaba pasando factura, estaba asustado y desconcertado. Subió a su habitación, la número 28, y se quitó la camisa manchada de helado y los zapatos. Se quedó tendido en la cama con los pantalones puestos, estaba demasiado cansado para pensar qué estaba pasando así que cerró los ojos y se durmió.

Un sonido estridente y conocido le despertó a la mañana siguiente: la alarma de su reloj. Alargó la mano y paró el despertador como hacía cada día, pero aquella vez algo era diferente. Le costó un poco tomar conciencia de lo que estaba sucediendo pero en seguida recordó a Carla y a su beso. Se levantó de un salto y comenzó a recorrer la habitación cerciorándose de que realmente estaba allí. Todas las imágenes del día anterior volvían a su cabeza como si se tratara de fotogramas de una película pasados a altísima velocidad: el periódico, el ayuntamiento, la carta, el helado, Carla.

Miró el reloj y comprobó la fecha. Correcto, estaba en el presente. Un momento, ¿realmente ocurrió?¿no habría sido un sueño? ¡Pip, pip¡, sonó el reloj. “Joder, llego tarde al trabajo”, se dijo, y sacó una camisa limpia, se calzó, se lavó la cara y salió corriendo de su casa.

Mientras conducía no dejaba de pensar en su “sueño” y una idea le vino a la mente: conocía el nombre completo de Carla y su dirección, se acordaba perfectamente del sobre con el remitente. También sabía el año al que se había trasladado en su viaje en el tiempo, podía buscarla en la base de datos del periódico, tal vez encontrara algo sobre ella, tal vez no había sido todo un sueño. Una sonrisa se apoderó de su rostro en esos instantes.

Introdujo los datos de los que disponía en el ordenador del trabajo y un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando pulsó la tecla “enter”. Efectivamente, allí estaba Carla. Leyó toda la información lo más rápido que pudo: murió a los 80 años, fue una de las primeras mujeres dedicadas al periodismo, fue cronista en la guerra civil y en las que le siguieron, escribió varios libros, se casó y tuvo hijos. Arturo se apoyó en el respaldo de la silla, suspiró y pensó que al final ella había conseguido su sueño.

Salió del despacho pasados unos minutos y se vio rodeado de la típica vorágine que acompaña a la redacción de un periódico, por pequeño que sea. Aún no podía creer que ella hubiera existido, no estaba seguro de si todo aquello lo había soñado, quizás había leído su nombre en alguna parte en el periódico y la había personificado en su sueño. Pero todo parecía muy real. La voz de uno de sus compañeros le sacó de su ensimismamiento:

- Arturo macho, que mala cara traes. Llegas tarde otra vez, si te pilla el jefe la vas a liar tío. Anda y tráeme las fotos que hiciste ayer en la rueda de prensa del alcalde y mueve el culo, que estás zombi.

Arturo se dirigía al archivo para recoger las fotos cuando un papel aterrizó en sus pies. Se paró en seco y recogió del suelo lo que parecía ser un carné de identidad. Mientras lo observaba, sintió que aquello ya le había ocurrido hacía poco y se giró en busca de la dueña, ya que se trataba de una mujer.

- ¡Oye perdona! – dijo mientras ambos se giraban – Creo que se te ha caído esto, ¿es tuyo? – le tembló la voz al notar el enorme parecido con Carla.

- Pues... – cara de duda de ella – vaya, sí, es mío – se cruzaron sus miradas y el tiempo parecía detenido – muchas gracias... – extendió su mano para recoger lo que él le entregaba – Tengo que llevarle esta documentación al director, acabo de aterrizar y ya voy perdiéndolo todo – sonrisa de ella y asombro de él - ¿te conozco? Tu cara me resulta familiar... ¡Dios mío! – exclamó mientras giraba la cabeza - ¿es que aquí no para de sonar el teléfono?, qué locura – risas de ambos – Mara, encantada de que me devuelvas mi carné.

- Soy Arturo – dijo él mientras de nuevo se cruzaban sus miradas y el tiempo volvía a jugar sus cartas –, tu fotógrafo.

Mara y Arturo se conocieron, trabajaron, pasearon, rieron, hablaron y se besaron, y Arturo volvió a sentir el sabor de la lluvia fresca en su boca. Mara le habló de la admiración que sentía por su bisabuela Carla y que siempre quiso seguir sus pasos, por esa razón se hizo periodista y se conocieron. Mara apenas tenía 6 o 7 años cuando ella murió, pero su abuelo Arturo, hijo de Carla, siempre le hablaba horas y horas sobre la vida que su bisabuela tuvo. Arturo supo así que ella tampoco le había olvidado. El llamar a su hijo como él le volvió a confirmar, por si sus pruebas no eran suficientes, que aquello había sido algo más que un sueño.

Él jamás le contó nada a Mara de todo lo que pasó, excepto una vez que ella le preguntó por el pañuelo que tenía guardado en su mesilla de noche y que tanto le gustaba tocar. “Me lo regaló tu bisabuela cuando me dijo cómo encontrarte”, le respondió. Ella le miró fijamente, sonrió y le besó. “Sabes a melocotón”, le dijo. Esa noche hicieron el amor hasta que se durmieron abrazados al llegar al alba.